El pueblo entero parece detenido en el tiempo. No hay bares, ni veredas para pasear, ni autos que pasen apurados.
Allí, en Sale delle Langhe, un rincón mínimo del norte de Italia, llegaron los argentinos Alejo Petoletti y su novia Josefina. Viven unas 400 personas y, a lo lejos, se dibujan los Alpes. Venían de una travesía de 21 días en un crucero desde la Argentina. No conocían el lugar, no sabían con qué se iban a encontrar. Pero venían con una idea clara: instalarse, intentar gestionar la ciudadanía italiana y vivir una experiencia nueva. Lo que no sabían era que, apenas pusieran un pie en tierra, todo iba a cambiar.
Días después de instalarse, Alejo subió un video a su cuenta de TikTok (@alepeto) donde mostró cómo es el pueblo y sorprendió a miles de usuarios con las imágenes de una vida simple y alejada del ruido.
“Llegamos sin trabajo ni planes concretos”, relató Alejo a LA NACION, en referencia al inicio abrupto de esta experiencia. “Hacía tiempo que teníamos ganas de viajar por un período largo y, como mi primo ya había venido a este pueblo a hacer su ciudadanía italiana, vimos la oportunidad”. Así, emprendieron juntos la travesía hacia un pueblo que apenas aparece en algunos mapas, y donde, según cuentan, son los más jóvenes entre sus pocos habitantes.
La pareja, que lleva cuatro años juntos, partió desde Córdoba con un plan incierto, impulsados por la idea de comenzar una nueva vida en Europa. El viaje, motivado por la posibilidad de tramitar la ciudadanía italiana a través de su ascendencia, pronto se vio afectado por un cambio inesperado en la ley.
Josefina se recibió de arquitecta el 28 de marzo y, al día siguiente, ya estaba subiéndose a un avión rumbo al crucero que los llevaría al viejo continente. Sin respiro entre el cierre de una etapa y el comienzo de otra, se lanzaron a lo desconocido. En el camino, se toparon con un cambio que alteró sus planes y los obligó a adaptarse sobre la marcha. “Justo cuando zarpábamos, nos encontramos con una sorpresa que nos obligó a replantear todo rápidamente”, recordó Alejo.
Si bien el plan original cambió, pronto encontraron una alternativa posible gracias a un familiar que ya había recorrido ese camino. El destino les era desconocido, pero confiaron en la experiencia previa del primo. “No lo dudamos. En estos pueblos los alquileres son más baratos, los trámites más rápidos y se vive más tranquilo”, explicó Josefina. Arribaron el 19 de abril a Savona, el puerto donde finalizaba el crucero, y ese mismo día un vecino del pueblo los llevó hasta su nuevo destino. “Era amigo del primo de Alejo. Nos fue a buscar sin conocernos”, recuerda, aún sorprendida, Josefina.
Sale delle Langhe se esconde entre montañas del norte de Italia, a unos 60 km de los Alpes. Tiene apenas una farmacia, una municipalidad y un almacén. No hay veredas ni una plaza central. “Es difícil cruzarse con alguien. El pueblo es lineal, largo, y no hay espacios para caminar. Es literal que estamos en el medio de la nada”, definió Alejo.
Josefina comentó que, aunque pasan todos los días por la escuela, recién hacía poco habían visto por primera vez a los chicos que asisten allí. “Parece que salen a la mañana y no se los ve más hasta la noche. Es una forma de vida muy diferente. Tranquila, pero hasta fantasmagórica”, agregó.
La rutina también los obligó a redefinir costumbres urbanas. “Yo en Córdoba tenía todo a una cuadra. Acá no hay nada. Si necesitás algo, tenés que organizar toda una travesía. No estoy acostumbrada a hacer compras para 15 días. Y no tenemos transporte propio”, afirmaron ambos.
La vivienda en la que viven la consiguieron gracias al primo de Alejo. “La dueña había alojado a mi primo. Cuando supo que veníamos, nos guardó el lugar”, cuenta Alejo. Pagan €300 de alquiler mensual, pero el gasto total se elevó este mes: “La calefacción, que es central, nos salió €150. El frío acá es serio, estamos cerca de los Alpes”.
La casa tiene tres ambientes principales, cocina comedor y dos baños. En una de las habitaciones, que ahora es depósito, podría instalarse un futuro invitado o proyecto. Durante las primeras semanas compartieron la casa con un amigo que volvió a la Argentina. “Él venía solo por la ciudadanía, pero nosotros también queríamos conocer, aprender, generar contenido y experiencias”, resumió Alejo.
Los días en el pueblo les regalaron anécdotas que mezclan torpeza, descubrimiento y humor.
“El primer día que fuimos al súper, yo tenía que comprar para lavar la ropa y confundí la lavandina con el jabón. Así que el lavarropas de ropa oscura y color quedó toda decolorada por no entender nada”, contó entre risas Josefina: “No tenía olor a lavandina, pero era lavandina para ropa blanca. Yo estaba segura de que era jabón porque la marca era una que se vende en la Argentina. Entonces compré el producto. Después, con el tiempo, entendimos que candeggina era lavandina”.
Para colmo, la ropa no era de ellos, sino de su amigo: “Fue el temerario primer lavarropas”, agregó Alejo.
Pero también hubo momentos felices. “Yo amo la comida y una noche nos enseñaron a cocinar pasta carbonara. La mejor pasta del mundo que no la había probado nunca”, compartió entusiasmado.
Mientras él estudia marketing y se dedica a crear contenido para redes sociales —una actividad que lleva más de dos años y medio desarrollando—, ella busca redefinir su rutina. “Me recibí hace cinco años de arquitecta. Desde entonces no tenía hobbies, ni tiempo. Ahora estoy volviendo a vivir”, expresó Josefina. En su tiempo libre, explora el pueblo, fascinada por los edificios antiguos y un castillo que la enloquece.
También empezó a trabajar de forma remota, haciendo manicuría mientras busca oportunidades virtuales como arquitecta. “Yo soy ciudadana europea, entonces puedo trabajar de forma legal”, explicó.
Ambos se manejan con lo justo. “No gastamos mucho y la verdad que, calculando en un mes, gastamos aproximadamente €500”, estimó Alejo.
A pesar de lo aislado del entorno, ambos encuentran valor en lo cotidiano. “Acá hicimos dulce de leche por primera vez. Surgió porque no teníamos. Es otro ritmo. Extrañamos muchas cosas, pero aprendemos a improvisar”, dice Josefina. “Lo que más extraño es la yerba y los buenos alfajores”.
El transporte es escaso. Tienen solo dos alternativas: un tren caro, que sale €2,60/km por un trayecto breve, o los viajes solidarios con un vecino al que “le pedimos que nos lleve, nos espera, y después nos trae”, relató Alejo con gratitud.
A la hora de divertirse, tampoco hay muchas opciones. “Vemos series, jugamos a las cartas, salimos a caminar por las montañas. No hacemos mucho en realidad”, contó Josefina. “Cuando tenemos la oportunidad de ir a otros lados lo hacemos sin pensar, porque estar cinco días acá es como pasar una cuarentena”, sumó Alejo.
Ambos coinciden en que lo que más extrañan de la Argentina son los vínculos y los rituales sociales. “Los amigos, poder irte a una cervecería, a un boliche”, dijo ella. “El asado, la carne. Acá no hay carne buena”, agregó él.
A pesar del aislamiento, las costumbres argentinas no se diluyen. “Tomamos más Fernet que mate”, relató Alejo, aunque admite que la versión italiana “tiene gusto a menta y es más fuerte”. Josefina, en cambio, se aferra a la yerba como su bien más preciado: “Sin yerba no podría. Sin Fernet, sí. Pero la yerba es irremplazable”.
La ciudadanía, por ahora, quedó en pausa. Con la nueva ley que limita el acceso para nietos de italianos que viven en Italia, muchos sienten que los dejaron en el aire.
Más allá de las dificultades, ambos sienten que están viviendo una experiencia profunda. “Conocer otro modo de vida, vivir en un lugar así de distinto, te cambia. Te hace pensar todo de nuevo. Yo, que soy de ciudad, me encuentro en un entorno donde todo es más lento, más lejano, pero también más cálido”, reflexionó Josefina.
Lo que empezó como un plan de ciudadanía se transformó en una inmersión cultural, un viaje introspectivo y una oportunidad de redescubrirse como pareja. “Estamos aprendiendo italiano, viviendo en una región hermosa y con mucho por descubrir”, concluyó Alejo. Aunque lejos de casa, se sienten cerca de algo nuevo: una forma distinta de habitar el mundo.
Ante la pregunta de si el pueblo podría revivir con la llegada de gente joven, Alejo no duda: “No creo. Este pueblo tiene fecha de vencimiento. En algún momento se va a apagar, porque cada vez queda menos gente y se cierran más cosas», se lamenta y mientras tanto, lo disfruta.