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viernes, 20 junio, 2025

La nueva historia de Marcelo Birmajer: El hormiguero

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Mariano había sido desalojado de su casa por su ahora ex esposa. Motivo: ya no lo quería. La medida coincidió con el próximo emprendimiento, luego de varios fracasos, en el horizonte de Mariano: la instalación de una terminal de envasado y exportación de frutas, en Asunción del Paraguay.

El contacto se lo había propiciado su buen amigo Javier. En alguna ocasión, cuando los dos tenían doce años, en el club del Tigre, junto al rincón de Milberg, vieron pasar por el río Reconquista una canoa no más grande que un camalote, con canastos de mimbre repletos de fruta recién arrancada. Mariano supo que sería frutero. Javier se había dedicado a las finanzas. Pero más de cuarenta años después, invirtiendo en Paraguay, llamaba a su antiguo amigo para cederle un negocio, más riesgo que esperanza.

Mariano recaló en un Apart Hotel de Asunción, cerca del río y alejado de casi todo. La humedad, la soledad, cierto despojo, desafiaba el bullicio mercantil de la ciudad. Atendía las locaciones La Flavia, una paraguaya de esas que testificaban la evolución de la belleza femenina regional, especialmente tras la trágica guerra de la Triple Alianza. Combinaba la opulencia y el misterio, una discreción sensual, un tono de voz cautivante.

Pero Mariano llegaba de capa caída: la derrota conyugal reciente lesionaba sus terminales amorosas. Recluido en su habitación de vísperas, descubrió que no había más habitantes en aquel cónclave.

Una noche al regresar de las reuniones, lo sorprendió en su pieza un reguero de hormigas. No era extraño: comía sobre la cama chipás, naranjas, vituallas varias del país. Las pisó, echó agua hirviente y se dijo que al día siguiente compraría un insecticida. Pero esa misma noche lo despertó un mordisco: una hormiga negra, inusitadamente grande, había impactado en su cuello, por debajo del mentón. Se miró en el espejo: tenía sangre.

Otras cinco hormigas campeaban entre sus sábanas. Las mató como pudo a palmetazos y, sabiendo que ya no podría dormirse, salió a tomar tereré al umbral del Apart. La Flavia fumaba sin propósito. Intercambiaron miradas. Ella apagó el cigarrillo predeterminadamente y regresó al anonimato de su camarote jerárquico.

Tras el desayuno solitario, de pan casero y mate cocido, con las piernas cruzadas en la catrera, antes de salir para la reunión, Mariano regó de mata hormigas su bulín. Como si las migas fueran carnada.

Pero esa misma noche las invasoras retornaron. Esas hormigas delirantes parecían marcianos o televisores portátiles, con sus antenas de ocasión. Sobre todo, amazonas intergalácticas conquistando una tierra de hombre derrotados.

Mariano se levantó y, entre insultos, las roció con el insecticida inútil. Sacó las sábanas, las tiró en un bollo y se durmió sobre el colchón desnudo.

En el mostrador de conserjería, rumbo al trabajo en la mañana, por primera vez desde que se cruzaran Mariano le comentó a La Flavia el drama.

-Siga la pista de una hormiga -replicó la mujer-. ¿Para dónde va con su miga a la espalda? Usted la sigue y, en cuanto descubre el hormiguero, lo destruye. Con insecticida y fuego. Ese será el final de las hormigas.

Mariano asintió y agradeció.

Pero esa noche las hormigas no concurrieron. Debieron pasar otras 24 horas. Lo despertaron con un ataque directo a su intimidad. Mariano abandonó el lecho, como Cortés emboscado en la Noche Triste, y en lugar de matar o dormirse en los laureles, escudriñó secretamente al invasor.

No hubo caso. Las hormigas pastoreaban cautelosas. No iban para atrás ni para adelante. Giraban, circulaban a la redonda, como queriendo despistarlo. Se las quedó mirando hasta las primeras luces del alba. Eran hormigas ladinas. Traicioneras. En algún momento se quedó dormido en una silla. Cuando despertó, las hormigas ya no estaban. Había soñado con la pequeña canoa llena de fruta que atravesaba el Litoral: alguna hormiga atisbándolo de lejos, sobre un resplandeciente durazno maduro, más naranja que el sol del atardecer en la rivera barrosa.

Nunca le había gustado el cuento del dinosaurio de Monterroso. No le encontraba la gracia. Pero se alegró cuando despertó unos días después, y la hormiga estaba allí. Un ejemplar perdido de la manada. Una hormiga distraída, que lo llevaría al hormiguero. Pero no: también oscilaba en una monótona y cerrada caravana circular. Quizás se había perdido, pero la habían adoctrinado. Le habían lavado la cabeza. En lugar de pisarla como a una paria, la guardó en el frasquito vacío de aspirinas. Le puso un par de granos de azúcar con la ilusión de que así sobreviviera. Luego unas filigranas de pulpa de naranja.

Finalmente, un atardecer, soltó a la hormiga en el piso embaldosado de su cuarto. Esta vez el animal, ahora sí con morriña, como ET buscando casa, la emprendió más allá del marco de la puerta. Era una hormiga veloz, con un destino, como el peón a dos hileras de coronar. Como había dicho el campeón de ajedrez, con alma. Mariano la siguió como si le fuera en ello el negocio, por los pasillos despoblados del Apart.

La hormiga se lanzó por debajo de la ranura de la habitación 42. Era la cantidad de años transcurridos desde que había visto navegar en el Reconquista aquel kayak con los canastos de mimbre. Golpeó expectante.

Le abrió La Flavia. Con una elegancia supina, le preguntó en qué podía ayudarlo.

-La hormiga -dijo Mariano-. La seguí. Se metió debajo de su puerta.

La mujer lo hizo pasar. Fue el comienzo de un romance que agitó en ambos un fuego que nunca hubieran creído.

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